miércoles, 9 de marzo de 2011

UN SILENCIO


Yo estaba en la habitación, bocarriba, en la cama y con un cenicero sobre mi desnudo torso. Solía soltar el humo del cigarillo y esperar a que ascendiera hasta el techo, donde tenía un mapamundi colgado. El humo se direccionaba hacia un punto y yo comenzaba a soñar con las cataratas de Iguazú, la infinita estepa rusa o los montes de la luna. De  poco valía apuntar, así que también pase por varios naufragios.

Pero ahora estaba en la estación con una maleta de cuero oscuro que apenas contenía dos mudas, jabón verde y una botella empezada de coñac.

El único tren que me sacaba de la provincia pasaba en 7 minutos. Me hubiese gustado despedirme, pero el acto se habría  considerado desmedido, ya que aquí no nos importamos demasiado.

 Federico estaba sentado sobre un banquito de la estación, agarrando fuertemente una de las patas y con las muletas apoyadas junto a él como una pareja incómoda de amantes metálicos. Pasó tantos años navegando que las usa para combatir los golpes de marea que aún alberga su cabeza.

Los railes también provocan pequeños oleajes, y si te fijas, desde cualquier ventanilla, podrás ver como el tendido eléctrico los dibuja.

Los trenes llevan esa velocidad porque siempre hay alguien esperandoles y son entes muy serviciales, sin embargo, los viajeros nunca llevan prisa; por eso desde los vagones se puede ver como la máquina viaja, por lo menos, 40 kms/h más despacio que desde los andenes.

Llegó al fin, jadeante y majestuoso como un animal de sangre de vapor con la cresta herida. Frenó de un aullido agudo y tras breves minutos retomo su marcha.

Vi tras una de las ventanillas como Federico avanzaba sin muletas por los pasillos de la cola.

Quedó un silencio hermoso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario