miércoles, 9 de marzo de 2011

EL CUADRO DE LA MAR SIN LUNA.



El último halo que vi viajaba sobre la cresta de una ola. Aquella noche de lunes traía una mueca; casi parecía un rosetón. No sabría decir si crecía o menguaba, porque en días anteriores no le presté atención. Nadie ya lo hacía.
Desde mi ático acorralaba a pinceladas gruesas  y en el margen superior izquierdo del lienzo un lugar donde colocar la luna; porque ya sólo quedaba eso: la luna. Decidí entonces esperar a que terminase de inflarse en mi ventana para copiarla completa en el cuadro.
Durante la noche del martes la aguardaba impaciente junto al caballete, esperaba encontrarla en una talla mayor. No apareció. Tampoco lo hizo a la siguiente. Ni a la siguiente de la siguiente. Ni a la otra. Ni a la de después de la otra. Hoy hace una semana que perdí su pista. Pintarla ya es lo de menos.
En la aldea nadie confiaba en un viejo con enredos en la barba: ¿quién me iba a creer a mi, a mi que pesco en un bote con nombre de mujer? Pero yo ya lo decía: las noches son claras y aún con esas  la luna no se ve.
La mar varaba unas ondas de agua acompasadas, al punto de sal, estándar, que poco tenían que ver con el lunático vaivén habitual. Alguien dijo que la luna es la fulana que calienta a los hombres. En cierto modo, también nosotros parecíamos acompasados y simétricos. No he vuelto a ver parejas paseando descalzas en la playa, ni me apetece salir a pescar con Angélica. Ahora veo más acertado frecuentar la lonja.

Mercedes, la recepcionista alcohólica de la casa de citas, escuchó ayer en su transistor unas  últimas investigaciones reveladoras. Un grupo de expertos con nombres de expertos -esto es, difíciles de recordar- sostienen que el satélite de nuestro planeta ha dejado de constar en sus sensores. Se dice que pudo descolgarse  de la órbita a tanta velocidad que no dejó registro alguno sobre su huida.

Los niños que me topo en la playa ven absurdo levantar castillos de arena que no tardará la marea en derribar; Incluso oí a uno de ellos una propuesta de construcción en uralita  y lejos de la tozuda orilla.

 Me detengo en el dorso de las cosas.  Pienso en  los porqués. Sí, pienso porqué creeremos a esos que encuentran una respuesta racional a todo tipo de pregunta. Porqué aún habiendo demostrado la luna y sus ausencias que funcionamos por eclosiones y garabatos de emoción seguimos aceptando que se descolgó de la órbita. ¿Y si tuviese razón ese poeta? ¿Y si fuese la querida de nuestra cara pasional?
         Continúo con los porqués: ¿Se apagó nuestro calor porque se fugó la  luna, o esta huyó cuando lo hizo nuestro calor? La gente lleva tiempo educada en la frialdad del cientifismo y las relaciones han de ser reciprocas, porque de no ser así, bien es sabido que uno de los dos acaba por desaparecer. 
     Dejo pasar la tarde en el ático. Me dejo caer “panzarriba” en la cama hasta tocar con las palmas de mis manos la almohada. Suena como a resaca de mar. Arrimo en una incómoda maniobra ocular mis ojos a sus ojeras para poder contemplar la noche. Y allí… acercándose  poquito a muy poco veo una flaca luna en el vértice superior izquierdo del ventanal. Estoy llorando o a punto de hacerlo.
A la mañana siguiente los niños levantan fugaces castillos de arena, y los enamorados pasean descalzos por la orilla, y Mercedes andará con su botella escuchando las noticias. Desde que Angélica se perdió mar adentro comencé a dibujar todo aquello que creía entender; por eso que nunca pinté una mujer, y también por eso dejo tal como está el cuadro de la mar sin luna.

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