miércoles, 9 de marzo de 2011

LA DEPENDIENTA, EL VIOLINISTA, UN GATO Y YO.

Él sí. En Dublín, los músicos “deambulantes” jamás cierran los ojos por miedo a ser robados. Sin embargo... él sí. Él, violinista de cabellera y barba grasa castaña y larga, tenía ojos de esos que miran hacia adentro.
Cada mañana en Grafton un Crisol de transeúntes, lejos de detenerse, a menudo se deshacen de libras que acabarían por descoser sus bolsillos, y así los encestan en el sombrero del músico. Es un sombrero de ala almidonada con el que juguetea a diario un gato, nunca supe si suyo; en realidad nunca supe si los gatos pueden tener dueño.

Antes de tomar posición contempla en un escaparate el precio de unas sandalias, las suyas parecen hambrientas. Casi todos los días el joven cierra por unos minutos los ojos y reclina su cabeza sobre el instrumento, entonces las notas sollozan entretejidas, sin consuelo. Ventila sobre nuestras cabezas una sábana de tristes menores. Aquel violín llora. Llega mientras tanto el buen recaudo. Sus dedos, estirados y pálidos convulsionan sobre el mástil con la verticalidad de una estocada. Y... ahí llega ella. La misma muchacha sale de la misma tienda -supuse que será la dependienta- mostrando con su sonrisa de perturbada, unos dientes distanciados y un puñado de pecas dispuestas como la sal. Luego se sitúa frente a él y ella también cierra los ojos. Antes de que acabe de sonar la pieza, cruzo entre ambos y los contemplo. La muchacha, en un gesto de autodisciplina retorna -al mostrador, tengo supuesto- No tardan en oírse blasfemias del músico, entre que cómo es posible y ahora que hago o que sí tan difícil es avisarle; luego la calma, y al poco se moviliza hasta dar con el sombrero ya vacío. Así es día tras día.

Yo no he cesado de preguntarme que ocurriría cuando ahorrase lo suficiente y entrara en la tienda de calzados. Será la primera vez que ella ve sus hondos ojos verdes, y probablemente también la primera vez que él la ve a ella, con esas dos preciosas trenzas pelirrojas ...

En mitad de una tormenta de Agosto. Recuerdo que caían cordadas de lluvia. Recuerdo la calle, no tardó en vaciarse. Ahí seguía él bajo un toldo, junto al gato. Y pasó, claro, lo que sabía que iba a pasar. Él frente a ella y todos los ojos cerrados, oyendo la escena. Al finalizar el mágico momento, se abrieron los ojos que por costumbre daban con la ausencia del sombrero. Alzó la vista. Chapoteó tres pasos y le propinó un bofetón a la muchacha añadiendo -¡así aprenderás a no robarle a los pobres, puta! Luego desapareció. Mientras, yo a salvo contaba las libras.

El gato se quedó bajo el toldo.  

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